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EL INTERMEDIARIO

La libertad de los españoles

Hace más de tres meses, Javier Rupérez escribía, en el periódico ABC, este fenomenal artículo. Ahora que se acercan los debates electorales, me gustaría (y estoy convencido que, también, a otros muchos) que los dos candidatos a presidir el Gobierno de España definieran, con claridad meridiana y de una vez por todas, su posición frente las demandas de los nacionalistas, soberanistas, separatistas, independentistas o como coño quieran ellos autodenominarse.

Nosotros, como Javier Rupérez dice, les consideramos enemigos de la libertad de los españoles y, por tanto, esperamos firmeza por parte de nuestros gobernantes. Por su interés y actualidad, reproduzco aquí el magnífico “ejercicio de reflexión” de Javier (los subrayados son míos):

“Salimos del franquismo con un empacho de patriotismo «español» y con la conciencia de que, si queríamos superar generaciones de conflictos con la periferia, amén de otros de raíz más ideológica, debíamos concebir una España unida y al tiempo plural. El título VIII de la Constitución no es otra cosa que el resultado de aquel esfuerzo, y la muestra patente de que los constituyentes, y la inmensa mayoría del pueblo español, tenían la mirada puesta en fórmulas que definitivamente ayudaran a superar las razones de tantos conflictos fratricidas surgidos en nuestra piel de toro.

No fue fácil llegar a la fórmula del «Estado autonómico», como tampoco lo había sido el pacto para la instauración de la Monarquía parlamentaria y, en general, como tampoco había sido un camino de rosas todo el trayecto de la negociación que habría de culminar en la Constitución de 1978. No faltaban los miedos a lo que, a la postre, no tenía más remedio que ser un experimento. Muchos temían que, por encima de otros riesgos, el más grave tenía como centro la misma unidad de España. Sectores de la derecha política y social hicieron valer sus aprensiones por medio de una fórmula que lo decía todo: «prefiero una España roja a una España rota». Tanto era el amor que se decía profesar por la patria que se prefería verla en manos de los enemigos ideológicos que dividida en manos de los otros enemigos, los separatistas. Luego resultó que los «rojos» no eran tan carmesíes como la dictadura los había pintado y que España, se pensaba, era mucha España como para desaparecer en manos de unos cuantos vociferantes independentistas periféricos, vascos o catalanes.

Pero, treinta años después, los «rojos», perseguidos por sus eternos ensueños progresistas y reclinados sobre las urgencias matemáticas del mantenimiento del poder, ya no garantizan una sola España. Aunque fuera roja. Y los que la quieren rota, nacionalistas de toda laña y especie, se frotan las manos pensando que el horizonte mítico de la independencia ha llegado a convertirse en una realidad al alcance de la mano. Son multitud los españoles que viven con angustia la brutalidad de ese dilema, por mucho que desde las tribunas públicas se intente calmar su inquietud con los reclamos habituales -la fortaleza de las instituciones, la voluntad gubernamental de hacer cumplir la ley, el rechazo del alarmismo-. Las pruebas en contrario comienzan a ser abrumadoras y constituyen el alimento diario de la hemeroteca todavía nacional.

En aras del éxito que tantos, a derecha e izquierda, quisieron para el texto constitucional el común de los ciudadanos, que sentían la nacionalidad española como algo natural y espontáneo, rebajaron en unos grados los decibelios de sus proclamaciones patrióticas, de manera que nadie en la diversidad pudiera sentirse ofendido ante la proclamación de la unidad. Guiados por la misma prudencia, se profundizó en la aplicación del Título VIII de la Constitución hasta el extremo de convertir la otrora centralizada España en un país federalizado que no osa decir su nombre. Por las mismas púdicas razones la falta de respeto, el insulto o simplemente la ignorancia de los símbolos de la Nación han sido deliberadamente minusvalorados, como lo han sido las cada vez más frecuentes expresiones denigratorias de la realidad histórica española y de los que se sienten herederos de ella. Pero tantas y tan honestas muestras de voluntad de colaboración y solidaridad no sólo no han conseguido satisfacer a la fiera siempre insaciable de las reivindicaciones nacionalistas sino que han sido interpretadas como patente signo de debilidad y preludio del éxito para el siguiente asalto. Ante él nos encontramos.

Es cierto que los nacionalistas han mantenido hacia el texto constitucional una profunda deslealtad. Lo que para la inmensa mayoría de los ciudadanos era un punto feliz de llegada, para ellos no era otra cosa que un punto de partida. Pueden haber diferido en sus tácticas pero nunca en la estrategia, resumida en un solo vocablo: independencia. Convendría que todos los españoles constitucionalistas interiorizaran ese dato, tantas veces puesto en duda o arteramente ocultado, no para escandalizarse ante el mismo, ni siquiera para reprochar las patentes infidelidades, sino simplemente para actuar en pleno conocimiento de, y en consonancia con, la realidad circundante. En este caso concreto, con lo que sin ninguna duda cabe deducir del comportamiento nacionalista. Y, sin ánimo profético aunque con alto grado de certidumbre, cabe predecir lo que los tales tienen en mente: sedicentes e ilegales consultas populares, algaradas consiguientes, sin excluir el uso de la violencia, desobediencia civil, reclamación de envolvimiento internacional, eventual llegada a las Naciones Unidas y/o a la Unión Europea, dictamen de partición, calco del caso yugoeslavo. No es errar demasiado esperar que los nombres de Montenegro y Kosovo -y por supuesto de Checoslovaquia y eventualmente Bélgica- formen parte preeminente del vocabulario nacionalista en los próximos meses. Convendría que nadie se llamara a engaño al respecto, pensando que las instancias internacionales van a defender la integridad española en un recurso de última instancia.

La única instancia que cabe es la primera, la que corresponde a los mismos españoles. Lo demás sería caer de nuevo en el engaño bienintencionado y autocomplaciente.

Frente a ese panorama no cabe utilizar de nuevo la calificación de catastrofistas a los que así lo definen -el lobo definitivamente ha llegado y a lo que parece con hambre y con prisas-. Tampoco reivindicar un rancio patriotismo de guardarropía, antañón y periclitado. Cabe reivindicar, defender, promover la España constitucional. Es esa la mejor forma, la única forma posible, del patriotismo español. No es la versión reduccionista del patriotismo constitucional sino la reclamación exacta, justa, benévola pero también inmisericorde del sistema de obligaciones y derechos que encierra la Constitución española del 78. Es el cumplimiento de la ley en el marco del Estado de Derecho. La Constitución no es inmutable pero las mutaciones constitucionales que desde las orillas nacionalistas se demandan no son tales. Encierran, pura y simplemente, un deseo de acabar de raíz con lo que durante quinientos años hemos venido conociendo como la Nación española.

A lo largo de los siglos la idea y la realidad de España ha conocido alternativas no siempre acordes con la visión más ilustrada y abierta de lo que la época ofrecía. La España de 1978 tiene una gran diferencia y ventaja sobre todas las demás: es la España que definitivamente consagra la libertad de los españoles. La defensa de la Constitución de 1978, la defensa de la España que hoy conocemos, es también la defensa de la libertad de todos sus ciudadanos. Y, de la misma manera, los que hoy vociferan contra España, sus instituciones, sus leyes, son los enemigos de nuestra libertad, fascistas de reciente ralea, provincianos del sempiterno y aldeano casino, reencarnación de aquellos que sólo saben rellenar la oquedad que habita su cabeza con otra cosa que no sea el mundo jibarizado de las superioridades raciales, las diferencias lingüísticas o los sistemas neomedievales de patronazgo y clientela. Bienvenida sea la grandeza de la España constitucional permitiendo a esos tales la libérrima expresión de sus ideas, aun sabiendo que ellos nunca la tolerarían. Imprescindible la fortaleza democrática y solidaria para hacerles frente.

Estamos en hora tardía. La osadía de los enemigos de la Constitución, de España, de la libertad no siempre ha encontrado la firmeza necesaria por parte de sus defensores. Pero la reacción, que debe ser pronta y contundente, tiene todavía margen para la eficacia. Hoy es siempre todavía. ¿Todavía”

Javier Rupérez tiene a sus espaldas una larga trayectoria diplomática que comenzó a finales de la década de los sesenta en las embajadas de Etiopía, Polonia y Finlandia. Además ha sido embajador de España ante la OTAN.

Durante su paso por la política, fue diputado o senador entre 1979 y 2000, primero por UCD y, posteriormente, por el Partido Popular.

De vuelta en la diplomacia, de 2000 a 2004 fue embajador de España en Washington y desde entonces,  hasta 2007,  alto funcionario de la ONU.

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